Leyendo
la prensa actual, escuchando las informaciones de radio y televisión, y
observando la realidad española, da la sensación de que todo se hubiera hecho
mal en España en los últimos treinta años y que es necesario hacer reformas en
profundidad.
En que
hay que hacer reformas en profundidad no hay ninguna duda, el problema es en
determinar en dónde hay que hacer esas reformas. Y en primer lugar habría que
empezar por determinar qué es lo que se ha hecho bien, qué es lo que, aún
habiéndose diseñado bien, no se ha sabido aplicar o realizar bien y qué es lo
que se ha hecho lisa y llanamente mal.
En mi
opinión, una de las cosas que se han hecho bien es la Constitución, el establecimiento de la democracia, la
implantación de los partidos políticos y
el desarrollo del estado de derecho. Pero estos logros, objetivamente
positivos, han quedado empañados por el hecho de que debido a la falta de experiencia democrática de la sociedad,
ésta no ha sabido acabar de desarrollarlos
en profundidad ni de beneficiarse en toda su amplitud de los mismos. Es más, la
sensación de que todos estos logros sólo
han servido para que determinados grupos de personas se hayan enriquecido a
costa de los demás es una dura realidad.
No hay
duda de que en política, cómo en cualquier otro aspecto de la realidad, cuando
hay que analizar por qué no funciona algo hay que empezar por lo fundamental. Y
lo fundamental en la vida política de España son los partidos políticos, tal
como establece nuestra Constitución, (art. 6).
Entre
todas las propuestas de reformas que hacen los partidos políticos brillan por
su ausencia, o por su poca profundidad, las referidas a la reforma del
funcionamiento de los propios partidos que los ciudadanos están reclamando. Aunque es
cierto que últimamente se empiezan a ver
artículos reclamando una profunda regulación del funcionamiento de los
partidos.
Una de
las carencias de nuestra Constitución y del posterior desarrollo legislativo es,
precisamente, el no haber definido con exactitud y concreción el tipo de
asociaciones que son los partidos políticos, determinando, más allá de la
escueta exigencia del funcionamiento democrático, qué obligaciones y derechos atañen
tanto a los propios partidos como a sus afiliados.
A la
hora de constituirse los partidos políticos, a pesar de su carácter fundamental
dentro de la actividad política, no tienen más que cumplir la legislación común
a cualquier asociación. Y es precisamente esta equiparación a cualquier
asociación lo que impide una mayor regulación, al ser el derecho de asociación también
un derecho fundamental que no puede ser limitado, salvo lo que establezcan las
propias normas de las asociaciones. Por supuesto que estas normas no pueden ser
contrarias a la ley, pero dada la
discrecionalidad de dichas normas, aún dentro de la ley, en el caso de los
partidos políticos hacen que éstos acaben perdiendo su capacidad de representación social para
convertirse en organizaciones que sólo sirven a las élites que dominan dichos partidos.
Élites que en lo último que piensan es en promover una eficaz regulación del
funcionamiento de los partidos y que ya les viene muy bien el que el poder
judicial, fiel a su tradicional mirar
hacia otro lado, cuando les llega alguna reclamación sobre algún comportamiento
interno no democrático de los partidos políticos, se agarren al derecho constitucional de libre asociación
y zanjen el asunto sin entrar en el
fondo de la cuestión y haciendo caso omiso de su deber constitucional de ser
garantes de los derechos fundamentales de los ciudadanos, incluso frente a los posibles derechos de los
partidos.
Esta falta de regulación ha hecho que los
partidos políticos sean entes casi ajenos a cualquier tipo de control, con lo
que han generado unas estructuras orgánicas de poder que tergiversan totalmente
su papel como transmisores de la voluntad de los ciudadanos. Y es de señalar que la grave situación por la
que atraviesa España, deriva principalmente del anómalo funcionamiento de organismos cuya regulación ha sido
prácticamente inexistente, partidos políticos y entidades financieras, entre
otros. Las entidades financieras parece ser que sí están siendo ahora sometidas
a una adecuada regulación, pero sin asumir ninguno de sus errores ni sus responsabilidades.
Un primer
tema interesante para empezar a analizar su regulación es el asunto de la propiedad
que, en el caso de entidades
financieras, asociaciones y otras entidades en general suele estar claro, en cambio, en el caso de los partidos políticos se presta a
interpretaciones, por lo menos a interpretaciones de interés político.
Normalmente,
en el caso de la mayoría de entidades el
objetivo de las mismas solo atañe a sus propios socios, al reducido grupo de
beneficiarios de sus acciones y a los que hacen uso de sus servicios. En
cambio, en el caso de los partidos políticos la propiedad de los mismos en
donde reside, ¿en las élites que los crean o dirigen?, ¿en el conjunto de sus
afiliados?, o ¿son los ciudadanos, en su conjunto, los propietarios reales?
En el
primer caso la respuesta es rotundamente no, aunque en la actualidad en España,
y por falta de regulación y de cultura colectiva democrática, la realidad es
que esas élites se comportan y actúan como dueñas absolutas de sus respectivos
partidos. En el segundo caso, y atendiendo a su condición de asociaciones y por
similitud con estas, la respuesta más lógica parece ser la afirmativa.
Pero si
nos atenemos a su condición de ser fundamentales para la participación
política, tal como establece la Constitución,(art. 6), con carácter exclusivo, a que su financiación es pública en
porcentajes cercanos al cien por cien y a cómo nuestro Código Civil define la
propiedad, (C.C.art.348), la
respuesta puede prestarse a otras interpretaciones.
Si nos
atenemos a la definición de propiedad del Código Civil, parece que son los ciudadanos
en su totalidad los que ostentarían la propiedad de los partidos políticos ya
que son los únicos que, en su totalidad, tienen derecho a “gozar y disponer de los
mismos” Esta idea estaría reafirmada por el hecho de que la financiación de los
partidos políticos es pública casi en su totalidad.
En este planteamiento, los partidos políticos
deberían ser considerados como un servicio más del Estado, como la Seguridad
Social, la Administración de Justicia, Educación, etc., y estar sometidos a una
regulación más adecuada para cumplir el fin que la Constitución les encomienda.
Una regulación que impidiera que los partidos políticos vivan encerrados en sí
mismos, dominados por unas élites que coartan la participación política hasta
de sus escasos militantes y que sólo buscan su permanencia en el poder. Una
regulación, que a la vez, facilitara la
participación activa de los ciudadanos en la actividad política y obligara a
los partidos políticos a contar de una forma real con los ciudadanos y no solo
a buscarlos el día de las votaciones.
Esta
regulación debería establecer normas precisas para la celebración de los
congresos generales de los partidos, adecuando su frecuencia a uno o dos años,
tal como ocurre en otros países de Europa; establecer el nivel competencial de
la organización territorial, a semejanza de cómo ocurre en la organización del
Estado, estableciendo límites claros a los derechos y obligaciones de cada uno
de los niveles en que cada partido se organice; establecer como principios
rectores de la vida interna del partido los reflejados en la Constitución,
respetando escrupulosamente los derechos
fundamentales de todos los afiliados y
determinar normas precisas, y todo lo amplias que sean necesarias, para
asegurar una total transparencia en la gestión de los partidos políticos.
Toda
esta regulación no serviría de nada si, como ocurre en cualquier ámbito de las
actividades humanas, no hubiera una financiación necesaria y suficiente para
que los partidos políticos cumplieran su papel fundamental de instrumento de la
participación política.
En la
actualidad la financiación pública está condicionada por los resultados
electorales, pero estos no reflejan con exactitud las preferencias de los
ciudadanos españoles debido al reparto de escaños que establecen las diferentes
legislaciones electorales. Y es el número de escaños o de concejales obtenidos
los que determinan los fondos públicos a obtener por los partidos políticos,
por lo que el principal objetivo de los partidos políticos es el conseguir esos
escaños que les den acceso a la financiación pública, sin la cual no podrían
subsistir.
Este
sistema hace que los partidos estén más pendientes de obtener el apoyo de algún
grupo mediático o financiero que les facilite el conseguir esos escaños, que no
de conseguir el apoyo de un mayor número de afiliados.
Si la financiación
de los partidos políticos estuviera fundamentada en la afiliación, además de poder
estar suplementada en función de los resultados electorales, obligaría a las
direcciones de los partidos a cuidar su afiliación y a desarrollar políticas
que la aumentaran. La actitud de las direcciones de los partidos políticos
hacia sus militantes y hacia la población en general cambiaría de una manera
radical si el nivel de financiación dependiera, en gran medida, de la
afiliación.
Además
del efecto beneficioso que para la democracia española tendría el que los
partidos tuvieran que desarrollar políticas y actuaciones más cercanas a los
intereses de los ciudadanos,( para lograr su afiliación), una financiación de
este tipo también facilitaría el acceso a la actividad política de ciudadanos que, aún reuniendo las
condiciones y creando un partido político, no disponen de la necesaria
financiación ni acceso algún grupo mediático o financiero que les permita
desarrollar su labor política. La financiación pública basada en los afiliados
también dificultaría que iniciativas políticas de interés para los ciudadanos
cayeran en manos de grupos con capacidad para financiarlos, pero de dudoso
carácter democrático.
Actualmente
existen medios más que suficientes para controlar de una forma fehaciente el
número de afiliados a cada uno de los partidos. A través de la cuota de
afiliación sería muy fácil ese control y si además, para cumplir estrictamente
con el principio de igualdad de todos los ciudadanos y de que nadie tuviera que pagar más por participar en la
política de su país, esa cuota de afiliación fuera directamente compensable en
la declaración de la renta, la fiabilidad del control sería alta.
En cualquier
caso, lo que necesita España con urgencia es una regulación precisa del financiamiento
y funcionamiento de los partidos políticos, que su financiamiento sea más
democrático y transparente y que su funcionamiento no quede al albur de lo que
decidan los propios partidos, tal como establece la legislación actual, ya que
está demostrado que lo que deciden es lo que beneficia a sus cúpulas dirigentes
y no lo que es beneficioso y necesario para la sociedad en general. Y me
refiero al funcionamiento y gestión interna de los partidos, no a sus
propuestas de carácter ideológico o programático, donde no caben limitaciones,
salvo aquellas necesarias e imprescindibles para la salvaguardia de la
democracia.
Angel
Milla